Me sincero en estas líneas cuando digo que soy un madrileño que desconoce mucho de su ciudad natal. Llevo años queriendo leer a Azorin, Galdós y Valle-Inclán, y sin embargo acumulo avergonzado en la mesilla varios libros que guardan polvo.
Mi amor por Madrid va de la mano de la arquitectura, rama del saber al que tengo tanto aprecio como respeto. Madrid no se entiende sin los devenires planificadores de Arturo Soria, del Marqués de Salamanca o las expropiaciones de Gran Vía. Y aún siendo capaz de explicar la historia de Madrid a través de su arquitectura, me pierdo en aquellos círculos de sociedad que frecuentaban Higueras o Saénz de Oiza entre otros.
Los círculos de sociedad madrileños no se entienden sin las sobremesas, y las sobremesas no se entienden sin la vida acelerada de la Villa. Las gentes que vivieron antes que yo disfrutaban aún más del placer del buen comer y las tertulias. Pocas formas tiene hoy el joven de disfrutar como Umbral de un Madrid que ya fue. Ese Madrid de corte, honor y capas españolas. Y la única forma de hacerlo es a través de Lhardy.
Ubicado en una de las calles con más historia de Madrid se erige un precioso y antiquísimo edificio que sirve de llama de un Madrid que ya fue y que no se niega a apagarse. En sus diversas plantas y salones, decenas de cuadros y muebles recuerdan un Madrid de palabra y honor. La tenue luz de las lámparas se refleja en los espejos que en palabras de Azorin permiten a uno esfumarse en la eternidad.
Hoy, gracias a la generosidad de mi querido padre que nos ha conseguido una mesa, la isleña de mi vida y yo hemos cenado mano a mano en uno de esos salones cuya historia me queda grande. En una pequeña mesa bajo la luz de la historia hemos disfrutado de Lhardy. De su consomé y su Wellington, de su Murrieta y de su palo corto. Hoy hemos disfrutado de la historia de un Madrid que me queda grande.
Viernes 5 de enero de 2024
Madrid, España
Recuerdo #876
