Hace muchos años, cuando apenas andaba, mi abuelo tuvo la paciencia de enseñarme a jugar al ajedrez. Al igual que como otras pasiones de mi vida, aprendí rápido y sin entender muy bien el porqué de las cosas empecé a jugar con relativa facilidad.
Disfruté de largas tardes de ajedrez (y muchas reprimendas) durante varios años que terminaron una mañana de verano del año dos mil seis, en la que a mis ocho años había logrado poner a mio abuelo en una posición complicada. Esa misma mañana no nos quedó más remedio que apartar el tablero y continuar la partida en otro momento. Horas más tarde supe que nunca más terminaría esa partida y que nunca llegaría a saber si podía ganar a mi abuelo Carlos. A raíz de esa traumática mañana decidí repudiar el ajedrez. Me olvidé de las sesenta y cuatro casillas hasta que no sé muy bien porqué decidí volver a jugar a finales de mi adolescencia. Desde entonces he debido jugar unas diez mil partidas, o lo que es lo mismo, dos mil partidas al año.
Cuando llegué a Estonia uno de mis principales objetivos era ponerme a estudiar ajedrez. El invierno y la oscuridad son buenas excusas para refugiarse en casa y de la mano de un “Incunable de Lucena” uno de los regalos de Javier, el primo de mi abuelo, estaba dispuesto a estudiar sin descanso. Tuve la suerte de ir a parar a un curro en dónde conocí a mi amigo Georg, un estonio que fue (y es) prodigio del ajedrez, y al que nunca había logrado vencer hasta hoy. Y cómo me ha dicho cuando le he ganado la partida de tres minutos: “Your play it's just the most random thing I have seen in a long while. Good tactics but you don't see one move threats sometimes. It's something you would witness in a 6-8 year old talented kid, I have dejavu vibes”. A lo que yo le he respondido contándole la historia anterior, y es ahora cuando me pregunto que habría sido de mi ajedrez si hubiera seguido jugando después de la muerte de mi abuelo
Miércoles 27 de septiembre de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #776
