Cuando me muera quiero hacerlo en Cura. Quiero subir una última vez y no volver a bajar, sentarme junto a las chumberas y ver un último atardecer. Quiero disfrutar de los últimos segundos de mi vida en la cima de Randa, contemplar las parcelas de Algaida y la bahía de Palma. Quiero ver por última vez la Tramuntana desde el Monasterio, y según se ponga el astro rey, dormir y no despertar.
Eso lo escribiría si hubiera nacido hace cuatrocientos años, si hubiera sido un escritor romántico habría dedicado mi vida y obra a buscar el camino que me llevara a esa muerte sosegada sobre la que escribía antes. Tal vez, esa intensidad de los párrafos románticos pueda aparecer de vez en cuando en mis textos, pero por mucho que lo haga, no dejo de ser un joven insensato que ha sido excesivamente influenciado por la ilustración.
Mi amor por Cura nace en un momento concreto, y más allá de esa semana entre paredes de la hospedería, soy incapaz de entender por qué me atrajo tanto esa pequeña montaña anómala que se erige sobre una de las zonas más secretas de la isla. Y es que Cura tiene el don de dar más de lo que recibe, y entre tanto pequeño gran momento, empiezo a dudar de qué es cierto y qué es un sueño.
Ayer subí otra vez a Cura, y ya son siete años consecutivos de rigurosa peregrinación, y me atrevo a elevar a cincuenta las veces que me he sentado en la cima de Randa. He visto atardeceres, amaneceres, noches cerradas, tormentas, y el sol más abrasador. He observado a noviazgos, familias y amistades ser felices durante unos breves momentos, y es que Cura tiene cierto misticismo del que nadie puede escapar.
Cuando sea un hombre sensato y me haya conseguido zafar de mis ideas ilustradas quiero ser un romántico, quiero volver a Cura una última vez, y entre chumberas y piedras mallorquinas ofrecer a ese pequeño recoveco balear una simple ofrenda por todo lo que me ha dado en estos grandes años.
Sábado 30 de julio de 2022
Mallorca
Recuerdos con contexto 351
