Hace tres años adopté gran parte de las ideas de la corriente del minimalismo radical, y una de las muchas de las cosas que cambió fue mi relación con la tecnología. Este tipo de movimientos más allá de la ideología y de la trascendencia del vivir con menos, supone aceptar que el tiempo sin estímulos es más valioso de lo que pensamos. Aburrirse es necesario, y tener un móvil cerca dificulta la tarea.
En estos tres años mucho ha cambiado, pero sorprendentemente poco ha tenido que ver con aquella decisión. Es cierto que el orden mental y material que me trajeron aquellos diez meses se ha mantenido en el tiempo, pero mi relación con la tecnología ha vuelto al mismo punto de antes. Y no se trata de una queja, sino más bien de una confesión, y es que creo que la tecnología me desordena la cabeza más de lo que me la ordena.
Está claro que gran parte de mí creatividad viene de estímulos externos, de pequeñas conversaciones con amigos y desconocidos a miles de kilómetros de distancia, pero más allá de eso, tanta tecnología me deja sin aire. Me gusta pensar que mi cabeza es como una cafetera de émbolo que a veces me permite hacer un café perfecto. El secreto es medir la cantidad exacta de agua y de café, así como los tiempos de prensado, algo muy similar a lo que ocurre con el móvil, las redes sociales y el tiempo dedicado. El móvil, el tiempo y los estímulos adecuados son una bendición, pero cuando se produce un exceso, al igual que con la cafetera, algo no va bien y acaba oscureciéndose todo.
Hoy he tenido uno de esos momentos en los que uno se replantea su situación actual. El teléfono no paraba de recibir notificaciones y he tenido que salir a la terraza de mi oficina para despejarme, para alejarme de él. Cuando he salido me he dado cuenta que del objeto del que huía no se había quedado en mi mesa, sino en mi mano.
Hoy me he dado cuenta que mi cabeza tiene un exceso de estímulos, y como no lo reduzca se me va a quemar el café.
Miércoles 6 de julio de 2022
Tallin
Recuerdos con contexto 327
