Vivir en un barrio cercano al centro tiene sus ventajas. Es cierto que podríamos tener un agradable jardín o alguna terraza con vistas a un infinito bosque, pero ¿para qué?
La vida en ciudad tiene pequeños detalles que ayudan al joven escritor. Personajes costumbristas inundan las esquinas de una capital que bien podría ser un barrio madrileño. Baja densidad poblacional y edificios de pocas plantas hacen de Tallin una ciudad extensa pero minúscula. Y sin embargo, al salir el sol, la ciudad vieja se viste con las mismas gentes que la Puerta de Alcalá un sábado de abril.
De nuestra casa al centro hay tan sólo quince agradables minutos paseando. Puede que lleguen a treinta si se hacen con Paco, un cachorro que disfruta tratando de cazar algún cuervo, paloma, gaviota u otras aves similares.
El paseo hasta una de las murallas transcurre entre agradables avenidas (más bien callejuelas venidas a más) que fueron renovadas hará un año. Los árboles comienzan a enverdecer, y las terrazas enseñan tímidamente sus manteles.
La primavera ha llegado a Tallin y con ella nuestras tradiciones de pasear hasta nuestra librería de segunda mano favorita, lugar en el que Mer pasa horas debatiendo entre clásicos hispanoamericanos mientras yo acumulo libros de arquitectura que he ido escondiendo para que nadie compre.
Hemos acabado en una terraza, ella con Márquez y yo con dos ejemplares de la arquitectura local. En unas semanas tocará volver a esa terraza, pero no por el sol, si no por la excusa de rescatar varios ensayos urbanísticos que he escondido detrás de una colección de Tintín.
Domingo 31 de marzo de 2024
Tallin, Estonia
Recuerdo #962
