En una semana vuelvo a Madrid, ciudad que en la distancia parece un espejismo de otra vida. En estos últimos dieciocho meses he hecho de Tallin un hogar. La incertidumbre social y económica de España me ayudan a calmar la nostalgia que se materializa en rayas rojiblancas, cocidos en casa de mis padres y aperitivos con amigos.
La vida en el extranjero es una vorágine de imprevistos que logra otorgar perspectiva al que la busca. Fuera del hogar y de la nación todo avanza a pasos de gigante. La vida es pausada pero más intensa. Las amistades se reducen a una mano, y lo que en Madrid habría sido una lenta erosión, la distancia transforma en una tala de amistades.
Hace un año que no me siento en una mesa con mis amigos, casi dos desde que organicé un sarao con mi círculo cercano. Pienso en aquellos días en los que me despedí antes de cruzar el continente. De aquella treintena de personas dudo mucho que haya más de diez que me cojan el teléfono, y aquellos que antes lo hacían poco a poco han ido enseñándome el contestador.
Emigrar es una de las mejores decisiones que un joven español puede tomar. España es un país fallido, y lo único que lo sustentaba (la nación) ya no se cuida. Supongo que gran parte de esta reflexión tiene que ver con un fenómeno que no se ha visto nunca en la historia de la humanidad, la posibilidad de hablar a cualquier hora con quien sea y donde sea. Y es que a una semana de volver a Madrid sé que todo estará igual, salvo que esta vez mis obligaciones sociales se reducirán a dos o tres.
Viernes 15 de diciembre de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #855
