Después de un largo fin de semana de comer y beber hemos dado un último paseo para enseñar a Clara que eso de la vida báltica tampoco está tan mal, y que más allá de Madrid se pueden mantener costumbres. En unas horas Clara vuelve a su querida Mallorca, lo que significa que Mer y yo volvemos a nuestra ermitaña vida de cafés y lecturas, pero mientras escribo esto no puedo evitar pensar en una mañana ajena al Tallin en el que vivo.
Tallin, como toda ciudad, tiene sus luces y sus sombras. El urbanismo estonio es muy peculiar. Sin haber leído tanto como me gustaría puedo decir que Tallin es la convergencia de lo que una vez hubo, de lo que se impuso y de lo que florece. Pasado medieval, brutalismo soviético y modernismo conviven en una ciudad tan pequeña como extensa.
En mi caso, inmigrante blanco que trabaja en el sector de la tecnología, vivo en una de esas burbujas gentrificadas. Un pequeño barrio de pescadores que se ha convertido en epicentro del extranjero con dinero, y alejado de mi realidad se encuentra un Tallin que poco tiene que ver con mi día a día.
Tal vez los barrios más comunes para el local sean Kristiine, Lasnamäe y Mustamäe. Lugares de bloques soviéticos y resquicios del pasado que poco a poco se gentrifican. Podría decirse que Kristiine es el Tetuán madrileño de aquí, Lasnamäe una especie de Barrio del Pilar y Mustamae la zona de San Blas. Barrios cuya vida es a pie de calle y que a diferencia de lo madrileño se han convertido en ghettos para los rusos que no quieren aprender el idioma del lugar en el que viven.
La realidad urbanística y social del Tallin del siglo XXI es curiosa y merece su propio libro. Y tal y como le hemos enseñado a Clara en nuestro paseo por Mustamäe y Kadriorg, hay un Tallin oculto que muchos tratan de olvidar. Un Tallin que sirve de recordatorio de que aun siendo viviendas sociales siguen siendo fruto de un comunismo opresor que nadie quiere repetir.
Lunes 4 de diciembre de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #844
