Me encuentro inmerso en mi segundo noviembre en el Báltico, cincuenta y dos semanas me separan de aquel primerizo encontronazo con las ventiscas, y no puedo ser más feliz. Tallin, ciudad que vive varios meses sumida en la oscuridad, se suele vestir de blanco a finales de noviembre, y aunque este año los vestidos de novia no hayan vestido aún a la ciudad algo me hace pensar que será un invierno de los que marcan época.
En estos diecinueve días de noviembre he visto alternar los cinco grados positivos con los negativos en un mismo día. Vaivenes térmicos propios de las noches desérticas, y eso que la brisa del Báltico teóricamente suaviza todo. Pues bien, hoy, con el termómetro marcando los menos cinco grados, he salido con Mer a pasear, inadvertidos de la presencia de una gélida brisa que avisa del invierno que viene.
Kalamaja, barrio al que he dedicado muchos de mis recuerdos, tiene todo lo que le pido a un hogar. Comercios y residencias que se reparten las coloridas antiguas casas de pescadores (“kala”-pescado; “maja”-casa), y que invita a pasear aún en la oscuridad de noviembre. Por el contrario, Keskturg, antiguo epicentro de mi casa de la calle Jakobi, invitaba a resguardarse y no salir a callejear.
Escribo estás líneas en la consciencia del pasar del tiempo. En la fragilidad del saber que se evapora mi segundo noviembre en el Báltico, y que sin saber muy bien cómo voy camino de los dos años alejado de Madrid.
Domingo 19 de noviembre de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #829
