De pequeño siempre tuve muchos sueños. Quería ser escritor, aviador, matemático, arqueólogo, explorador e incluso actor. En Madrid el teatro no terminó de cautivarme y fue en mis veranos en América donde me enamoré del arte escénico. Era un habitual de las obras de teatro, ensayaba y a menudo me lanzaba con algún desgarrado musical en el que mi castizo acento evitaba que desafinara. Pocos años más tarde me olvidé por completo del escenario, aunque aún hay quien me recuerda en un remoto lugar del estado de Nueva York en el que hay una placa conmemorativa al joven que dedicó sus veranos al teatro.
Mi desapego al teatro nunca fue meditado. Me enamoré de la poesía y de la prosa. Dediqué mi adolescencia a los ensayos y en la medida de lo posible a una música que nunca me otorgó su don. A mis veinticinco años puedo decir que he publicado poesía, prosa, he mezclado canciones, he hecho teatro y desde hoy que he salido en la gran pantalla.
La historia de cómo he acabado en una película producida en Estonia tiene su propio recuerdo, y gracias a tener el primer volumen de mis recuerdos publicados siempre podré volver al recuerdo número trescientos veinte. Reconozco que jamás pensé que verme en la gran pantalla, aunque tan sólo hayan sido diez segundos de metraje, hubiera vuelto a despertar en mí la llama teatral. Una llama que nunca debió apagarse y que me hace replantearme el escribir mi primer relato en formato dramático. Relato que llevo nueve meses cuidando con mimo a razón de dos páginas al mes.
Días como hoy me hacen replantearme mis decisiones laborales. Disfruto como abogado, se me da bien y sacia mi ego, sin embargo sueño con dedicarme a mis pasiones nobles. Trasladar mi monetario báltico a algún remoto y dedicarme a la escritura y la lectura, esperando que tal vez salga de mí algo de lo que estar orgulloso. Porque esa es la maldición de los autores prolíficos, cuanto más se escribe, menos satisfecho se está con lo propio.
Lunes 4 de septiembre 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #753
