Mer y yo tenemos muchas cosas en común, desde nuestras pasiones nobles hasta las tonterías que nos hacen reír. Ambos disfrutamos de la simplicidad del día a día, de los sábados de café y paseo, de las terrazas y los atardeceres, y por su puesto, de la compañía del otro.
Falta decir que como toda relación hay cosas que ni el uno ni el otro termina de entender. Ella tiene que aguantar a un español cuya cabeza disfruta de largas horas en silencio y reflexiones monacales, y yo tengo que aguantar la sutileza de un amor estonio que a diferencia del español florece sin vaivenes de intensidad y pasión.
Sin embargo, hemos logrado hacer de nuestras diferencias elementos de cohesión. Cada uno, a su manera, ha hecho suyas las manías y excentricidades del otro, y el éxito de ello se encuentra en la decenas de conversaciones que hemos ido coleccionando en estos últimos meses.
Tanto ella como yo, hemos tenido que sentar al otro y hablar de nuestros no negociables. Por ejemplo, cuando no llevábamos ni un mes saliendo y Mer ya sabía que yo en mi vida quería dos cosas, hijos y la posibilidad de mudarme al otro lado del mundo. Ella los aceptó sin dudar, y coincidió conmigo en que la maternidad es un tabú que puede causar que parejas que enfilan el altar se den cuenta que uno de los dos no quiere tener hijos, y con ello causar su consecuente separación. Por otro lado, Mer, isleña que es más mediterránea que muchos de mis amigos, me dijo con ilusión en su ojos azules, que vivir más allá del Báltico no era ningún problema.
Nuestra relación, que no es perfecta ni mucho menos, florece con esas difíciles conversaciones que nos ayudan a dejar claro lo que quiere cada uno y lo que queremos los dos. Y hoy, a escasas semanas de su último año de universidad nos hemos sentado a hablar de lo que viene, y entre bromas y gestos serios hemos coincidido en la necesidad de encontrarle un buen trabajo de oficina donde se curta al menos un par de años.
Jueves 24 agosto de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #742
