Las lluvias torrenciales veraniegas en la isla son un fenómeno inusual pero no por ello infrecuente. Creo que ocurren siguiendo un curioso patrón bienal que en mi limitada memoria considero verídico. El suelo arcilloso, al menos el de Llucmajor, región en la que me encuentro, es muy agradecido con lo torrencial, logrando así colorear un paisaje ya de por sí rojizo.
En mi vigésimo sexto verano isleño no recuerdo otra precipitación igual, y aún habiendo sido un día aparentemente tranquilo, la precipitación mañanera sólo fue un aviso de lo que vendría en mi peregrinación al Monasterio de Cura. Y en la tarde de un viernes de agosto entendí que la isla tiene mucho más que enseñar que rayos de sol y cielo azul.
Cura, lugar que en el que espero pasar mis últimos días, tiene todo lo que me gusta en un lugar de culto. Sin ser yo un creyente acérrimo, ni mucho menos un católico practicante, la cima de Randa es uno de los pocos lugares en los que logro cierto cosquilleo, hecho suficientemente relevante considerando que no tengo el don de la Fe.
En la cima de Randa, sentado en la misma mesa en la que tantas horas he pasado, charlo brevemente con uno de los camareros, quien lleva viéndome peregrinar desde hace una década, y en el calor de nuestra conversación no puedo evitar percatarme que mis nuevas alpargatas de esparto están tan mojadas que dudo que tengan solución.
Y supongo que mis visitas a Cura no dejan de ser como el esparto mojado de mis alpargatas, breves exposiciones a lo externo que sin uno darse cuenta condicionan el resto de la vida útil del calzado, o en este caso, de mi escritura.
Viernes 4 de agosto de 2023
Mallorca, España
Recuerdo #722
