Tallin es una ciudad que cambia muy rápido. Vive una época espléndida de prosperidad y de extranjeros que como yo vienen a buscarse la vida. Los jóvenes y no tan jóvenes estonios construyen con ilusión una ciudad del futuro. Un refugio en el Báltico que ha dejado atrás la pobreza del comunismo y que avanza a pasos agigantados hacia una metrópoli del futuro.
Esta ciudad que años atrás me acogió en aquella final de Supercopa de Europa me ha abierto sus brazos. Me ha dejado descubrir los secretos de unas calles que cada pocos meses mejoran. Una capital llamada a ser más.
Pienso en mi antiguo barrio, en esas calles de Keskturg, y en como apenas las reconozco cinco meses después de mi mudanza. Pienso en mi calle de Kalamaja, y en cómo están convirtiendo una calle caótica en un precioso camino hacia el mar. Y con tanto pensar no puedo evitar acordarme de mi querido Rotermanni, lugar de antiguas fábricas donde dormí hace casi cinco años.
Rottermani es ahora un barrio, o mejor dicho, un oasis de modernidad en medio de la ciudad antigua. Muy cerca del puerto y a menos de quince minutos de mi casa. Un lugar de ladrillos y bares de moda que cuesta pensar que fuera un descampado en el año dieciocho. Tal vez por ello mi cena de hoy me haya hecho acordarme de las vistas de aquella habituación de hotel en la que dormí junto a mi hermano.
Ahora que Rottermani es lugar de culto hípster y turístico me pregunto qué pensaré de Tallin en cinco, diez o quince años. ¿Cuánto habrá cambiado esta ciudad en la que vivo? ¿Habré emigrado a otro país, o me habré asentado en Estonia?
Ambas preguntas, por muy interesantes que sean no merecen ser respondidas. Merece la pena alejarse de la respuesta, disfrutar de las incógnitas que ellas dejan, y como le decía a Mer en nuestra cena en Rottermani, disfrutar en la medida de lo posible de la velocidad de una ciudad tranquila que se mueve rápidamente.
Sábado 6 de mayo de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #632