Decir adiós, esa tarea tan desagradable y necesaria que pone a todo el mundo en sitio. Un recordatorio de la fragilidad de la vida, de la caducidad de las cosas y de que las cosas no suelen ser como un preveía.
No es ninguna mentira que dejar Change es para mí un adiós doloroso. Una espina que me acompañará toda la vida, y es que muy pocas veces uno encuentra a tan pronta edad un trabajo satisfactorio y donde la misión personal encaja con la misión empresarial.
Ayer jueves veintidós de diciembre del año veintidós entregué mi ordenador, mis llaves de la oficina y me despedí de mi equipo. Un grupo de personas que me han demostrado que eso de la edad no encasilla a la persona. Que la juventud y la falta de experiencia es una cualidad que hay que saber aprovechar, y que las decisiones pasionales, como la que tomé al mudarme a Estonia pueden ser el inicio de algo muy bueno.
Si tuviera que hablar de mis últimos siete meses me bastaría con usar la palabra suerte. Cientos de decisiones que han ido encajando sin aparente motivo. Decisiones que por mucho que me cueste admitir han sido completamente irracionales.
Esto lo escribo en un sofá del aeropuerto. Con Clamavi De Profundis en mis cascos escribo con más nostalgia que de costumbre. Siento una tristeza tremenda, y aunque el reto de mi nuevo curro me excite y sea uno de esos trenes que pasan una vez en la vida, sé que me acodaré eternamente de aquel grupo de la calle Rävala que me acogió y enseñó mucho más de lo que yo les enseñé a ellos.
Ayer fue mi último día, y de estos siete meses me llevo grandes amigos, grandísimas anécdotas y unas botas amarillas que guardarán culto en una estantería de mi casa. Acaba una etapa, pero como me ha demostrado el país báltico en estos meses, la suerte existe y ha decidido acompañarme en mi vida monacal.
Jueves 22 de diciembre de 2022
Tallin, Estonia
Recuerdo #497