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  • Foto del escritorCarlos Pinedo Texidor

Reflexiones etílicas sobre Instagram.

En la tarde de un sábado gris y lluvioso con motas doradas del sol veraniego del Báltico me encuentro sentado una vez más frente a la página en blanco. A mi izquierda una botella de vino tinto de El Goru, a mi derecha mi fiel libreta roja y mi paquete de snus, y detrás de mi ordenador, mis libros de poemas y recuerdos, e Historia General de las Drogas de Escohotado.

Apenas queda espacio en la pequeña mesa circular del salón de mi casa. Tres patas que sostienen una circunferencia de madera barata coronada por una planta de aloe vera que aún se resiente de una plaga de cochinillas. Y entre el caos de mi mesa encuentro el orden que mi cabeza necesita, y de ahí este ejercicio literario y reflexivo con el que espero responder a varias cuestiones relacionadas con mi abstinencia de Instagram.

Resulta paradójico que este ejercicio de abstinencia social vaya a terminar de la mano de otra de mis grandes abstinencias, la etílica. Puede que mi escritura se vea beneficiada por la inspiración de mi propia botica. Y aún en la certeza de que la abstinencia regirá mi vida, hoy abrazo el vino que potencia lo dionisíaco, y por ende la curiositas, porque en este ejercicio etílico cuasi ensayístico prima el conocer, y ya tendré tiempo de dedicar mi ejercicio a la razón, a mi querida studiositas.


En esta semana alejado del mundanal ruido de las redes sociales he recuperado la pasión por las anotaciones. No ha habido día en el que no haya acudido a mi libreta, y ayudado por mi mala caligrafía he vuelto a disfrutar de las dudas infinitas. Tal vez dicha costumbre nunca huyera de mí, y fuera yo el que huyera de ella. Refugiado en las telarañas de una red social diseñada para atrapar y dejar sin rumbo a todo el que se atreve a ser parte de la masa. Y aunque Ortega y Gasset no previera dicho fenómeno no andaba mal encaminado con su “el concepto de muchedumbre es cuantitativo y visual”, y nada más cuantitativo y visual que la aplicación que motiva esta reflexión.


Los párrafos anteriores escritos en la sobriedad de mi reflexión bailan al paso de la copa de vino de mi izquierda. Comienzo a sentir el cosquilleo farmacológico. Y es que el alcohol, droga socialmente aceptada, lleva aparejado lo que Escohotado definió como una relajación con elementos despreciables y deseables, veneno y cura en sí misma, y en este ejercicio reflexivo aguardo los segundos elementos, como “la jovialidad, la comunicación y el desnudamiento”. Por medio de esta etílica reflexión espero desnudarme ante la hoja en blanco. Tratar de poner por escrito los garabatos por dibujar de mi cabeza, y como decía al inicio, dar respuesta a varias cuestiones.


Se preguntará el lector cómo es que un joven llamado a ser monje estoico guarda tanto cariño por lo farmacológico y psicotrópico. Es cierto que en otro momento de mi vida, en parte por el desconocimiento y tozudez de la adolescencia, enarbolé la bandera de la prohibición. Me proclamé profeta de la vida sobria y alejada de la auto medicación (entiéndase en el contexto de Escohotado) y sin saber muy bien porqué acabé en las antípodas ideológicas. Supongo que sentí cierta incomodidad en la comodidad de mi relato, e hice lo que todo rebelde hubiera hecho, estudiar con convicción el argumento opuesto. Y sentado en mi salón báltico, camino de mi segunda copa de vino, me atrevo a decir que fue una de las mejores decisiones de mi vida.


Es curioso que mi actual posición farmacológica se funde en mi studiositas, y confieso que me gustaría poder decir que mi defensa de lo farmacológico se funda en la curiositas y en el consumo de la botica que defiendo. Sin embargo creo que mi valor en esta revolución contracultural se encuentra en la teoría y considero que la práctica es tan sólo para unos pocos elegidos.


Nosotros los teóricos farmacológicos aceptamos la limitación de nuestros juicios morales. Acepto las imperfecciones de mi estudio de la obra de Escohotado, Pollan, McKenna, Osborne, Kamienski o Stamets entre otros. Y sin embargo, en mis limitaciones soy capaz de abrir los brazos a lo etílico, y aceptar el cálido y desnudo abrazo del vino, que como un romance veraniego logra que las palabras encuentren lugar en la hoja en blanco.


Llegados a este punto y tras dos copas, comienzo a sentir la ligereza que produce el vino, Mi cabeza logra articular los párrafos que han de continuar esta humilde reflexión. Soy consciente del objetivo de este ejercicio: entender hasta qué punto las redes sociales limitan la individualización del pensamiento, y sin embargo aún no he comenzado a tratar dicho cuestión.


Mi relación con las redes sociales ha sido muy similar a la que he tenido con todas mis adicciones. Yo, joven nacido y criado entre algodones siempre he sido propenso al vicio en todas sus facetas. Los extremos me atraen, entendiéndose éstos como contrarios. Lo sedentario o lo activo, la glotonería o el ayuno, la sobriedad o la embriaguez. Nunca he sido buen monje en lo que respecta al término medio, y es por ello que cuido con tanto mimo mi vida monacal. La cautela en todas sus facetas es algo que valoro, y aunque siga pecando de largos ayunos, largas jornadas deportivas y obsesiones insanas con la lectura y la escritura, he encontrado cierta paz, cierto equilibrio. Se podría decir que rijo mi vida de forma contraria al principio de entropía donde el orden tienda al caos, y en mi caso, el caos tiende al orden.


En mi caótica y ordenada vida corpórea y espiritual he logrado encontrar el equilibrio. Dicho punto medio vive en un estado simultáneo de orden y caos, algo que podríamos llamar “el gato de Carlos”, vivo y muerto al mismo tiempo. Es tal la fragilidad de mi equilibrio que ha de ser mimado, tratada con esmero, constancia y rutina. Y cuando lo externo altera mis deseos, como el querer o el poder, o incluso el ser y el estar, mi frágil equilibrio sufre.

El sufrimiento, entendido como una alteración del sentir y del estar no es en sí mismo un mal, es una antítesis necesaria del vivir, y sin él, el gozo y el disfrute carecerían de valor. Es por ello que el objetivo de esta reflexión no es indagar en el sufrimiento provocado por las telarañas sociales, sino en el desequilibrio del frágil orden que gobierna mi vida.



Hace una semana, a altas horas de la noche y de la mano de mis habituales y extensas veladas de lectura nocturna perdí el hilo del tercer capítulo. Una notificación de Instagram me hizo dejar de lado la lectura y centrarme en un simpático y gracioso video de unos mapaches. Una trivialidad más de las redes sociales y que ciertamente me hizo sonreír, algo que debió estimular mi cabeza lo suficiente como para que dejara de lado el estímulo pausado y elegante de la lectura por el acelerado y banal estímulo de los vídeos. Dos horas más tarde el reloj marcaba las tres y pico de la mañana, y la noche que debiera haber sido una expresión de pasión individual se volvió una perezosa participación en la masa social.

Instagram al igual que otras tantas redes sociales tiene ciertas cualidades que la hacen merecedora de mi tiempo. Las redes y sus telarañas no son malas en sí mismas, y es su uso el que las otorga un valor u otro. Y lamentablemente el uso que estaba haciendo me hacía dedicar tiempo a la masa, a lo trivial, y con ello la consecuente pérdida de atención en el mantenimiento de mi equilibrio

Comienzo este párrafo a la par que lleno la que será mi tercera y última copa de vino. Mi pasada abstinencia me hace sufrir intensamente los efectos de lo dionisíaco, y considero que esta reflexión debe permanecer en la elegante desnudez y no llegar a la obscenidad. Por ello creo que me encuentro en un punto peculiar dentro de mi ejercicio reflexivo. Podría terminar con éste párrafo y firmar este texto como carta abierta que no termina de responder a la pregunta planteada entre líneas. Por el contrario podría dedicar unos párrafos más que traten de hilar las ideas inconexas de un texto escrito más con el corazón con la cabeza. Y me inclino por lo segundo.

Tal vez como consecuencia de mi amor por el orden dentro del caos valore en exceso el tiempo de reflexión. Lo introspectivo me genera placer, y encuentro comodidad en la evaluación vital. Me gusta decir que mis largas jornadas de silencio, lectura y escritura son una forma de cuidar lo corpóreo y lo espiritual, mi curiositas y mi studiositas, pero no es del todo correcto. La sincera realidad es que me aterra llegar a mi vejez y pensar en todo lo que pude haber hecho, y es un miedo que no nace del respeto a la muerte, porque no lo tengo.

Mi muerte llegará cuando el azar o Dios, quién sea responsable de mi devenir lo considere oportuno y sin embargo me preocupa el aprovechamiento de mi tiempo, razón por la que he tenido que alejarme una semana de Instagram para replantear mi uso. Supongo que si me sirviera una cuarta y quinta copa terminaría de desnudarme y pondría por escrito el porqué de mi miedo al no aprovechar las horas en las que mi cabeza funcione, pero prefiero dejarlo para otro texto.


Son las once de la noche de un sábado sábado gris y lluvioso con motas doradas del sol veraniego del Báltico, y después de tres horas y una etílica reflexión me dispongo a cerrar el que será el texto mil ciento setenta y tres de mis escritos. Supongo que el valor de esta reflexión no está en la conclusión, sino en la ardua batalla entre la entropía de la lógica y el sutil orden del caos de mi memoria, algo que no termina de ayudarme a entender si debería olvidarme de Instagram o no.





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