Cerca de mi casa en Mallorca hay una reserva natural. Un rincón de aguas cristalinas en la bahía de Palma que se erige como último resquicio de lo que algún día fue. Las casas respetan la ley de costas, y desde la mayoría de rocas uno es incapaz de ver más allá de los leves acantilados. Uno puede bañarse creyéndose ajeno a la civilización, y entre tanta roca y agua cristalina cientos de cuevas agujeran el litoral.
Desde este lado de la bahía uno puede contemplar los estropicios que se hicieron en la otra punta. Construcciones a pie de mar que destrozan la belleza mediterránea y que solo consiguen ofrecer buenas vistas a unos pocos. Y es que cada año que pasa soy más conservacionista, y no sé si será por eso, pero estos días veo menos cuidado y mimo en las rocas que me rodean.
Ayer quise salir a bucear, establecer mi refugio en uno de mis recovecos favoritos, y desde ahí, saltar desde la rocas y tratar de averiguar cómo entrar en una cueva que lleva cuatro años resistiéndose. Es una pequeña abertura de uno por dos, con una profundidad de cuatro o cinco metros hacia el litoral. Una vez dentro, hay un repentino cambio de dirección y un pequeño túnel se abre paso y va a dar a lo que parece ser (por el reflejo del agua) una posible cámara de aire. Sin embargo para bucear por ese túnel necesito un cabo y a poder ser una linterna.
Pues bien, ayer, con la ilusión del trabajo bien hecho fui a eso de las cinco y media a explorar. Y en medio de mi pequeño refugio, un catamarán de turistas borrachos gritaba y fondeaba a escasos metros de las rocas. Hay que ser un verdadero sinvergüenza para destrozar un lugar así con unos cien turistas.
No me quedo otra que huir a otro de mis recovecos de la mano de mi cada día más radical conservacionismo y desde la soledad de las rocas buceé, y aunque no pudiera seguir peleándome con aquella cueva, pude volver a disfrutar del Mediterráneo en un día de agosto.
Lunes 1 de agosto de 2022
Mallorca
Recuerdos con contexto 353
