Carlos Pinedo Texidor
Aquella brisa mallorquina.
Es solo ahora, cuando con la perspectiva del tiempo soy capaz de añorar con la mayor de las nostalgias la brisa mallorquina que me inspira cada mes de agosto. Al igual que el maestro vidriero, mi querida isla me insufla bocanadas de aire y moldea mi alma, dejándome a merced de la más absoluta fragilidad, un soplo de más y quiebro, uno de menos y carezco de forma.
Esto no fue siempre así, hace años tuve un romance con el mes de agosto, con sus mágicas noches y sus sinceras mañanas. Hace años me enamoré de los secretos que vuelan a media mañana y las verdades que se escapan por la noche. Agosto me sedujo ante la atenta mirada de una Mallorca celosa. Aquel romance duró lo que la isla quiso que durara, empecé a entregarme poco a poco al aliento que se escucha y el paisaje que se huele, y en trece noches perseguía los vientos de barlovento esperando que la isla aceptara mis deseos. Aquel año, con el corazón en luto sufrí el invierno, cada mujer con la que hablaba no dejaba de ser un espejismo de la isla de mi alma. Incluso agosto se desvaneció de mi recuerdo como el aliento de una fría mañana de enero.
Vagué por una invernal primavera, sin tener inspiración en mis jornadas madrileñas, corría por las calles añorando la brisa balear, que por mi romance con agosto rehuía de mi cabeza. Intenté, con escapadas puntuales a la isla de la calma, seducir a la costa mallorquina, con mis inocentes fotografías captaba los leves desnudos de una isla que muchos ven y pocos observan. Tuve que recurrir a largas horas frente a Cabo Blanco, y ni si quiera la puesta de sol logró que Mallorca me inspirase.
Fue entonces, cuando empecé a rumiar la idea que me hace esclavo de la isla, había leído, o al menos me gusta pensar que lo había hecho, que en el mundo clásico uno ofrecía su talento y espíritu a una deidad con la esperanza de ser correspondido con la inspiración suficiente como para honrarla. Los meses me hicieron tontear con la idea, no me parecía una locura, al fin y al cabo me debo a mi espíritu dionisíaco, y sin inspiración los placeres pasionales no son más que meros vicios.
Con la llegada de un nuevo verano me sentí solo, Mallorca no me miraba, agosto me era indiferente, y la nostalgia de un tiempo inexistente invadía las líneas de todo lo que escribía. Aquello no era inspiración, era desgana, una constante discusión con la vida que no me permitía disfrutar de la sandía al sol o el café con hielo a la sombra. Los detalles huían de mis dedos, como quien acaricia el viento, no lograba retener ningún ápice balear, ni si quiera con mi cámara y mucho menos con mis visitas a la cueva verde.
El verano volvió a escaparse, y esta vez no pude dar luto a nadie, Mallorca me había ignorado y agosto no me interesaba. El otoño se reía de mi falta de inspiración con cada hoja que caía. El invierno no fue muy distinto, ni si quiera mis romances pudieron inspirarme, mujeres que entraban y salían sin saber que su mayor defecto no era más que ser incapaces de competir con una isla.
Llegó la primavera, y aupado por mí sequía de ideas, decidí en una noche de abril, ofrecer mi espíritu a la Tramuntana. Le juré lealtad eterna a cambio de la brisa que amenizaba mis noches en Cura. Fue tan pícara que me otorgó la vida a cambio de nada. Disfruté de una inspiración casi infinita, mis días en el monasterio tonteaban con la inmortalidad, cada frase era un respiro y cada respiro una palabra. Los detalles baleares llenaban mi alma, mis ojos no podían procesar todo lo que ocurría, y entonces llegó agosto.
Mi amada isla acudió a mí a través de un mensajero de levante, quería cobrar su deuda. Traicionado miré cara a cara a Faro Blanco, grité incomprendido sin entender cómo pude haber sido tan iluso. Nada es gratis, y mi infinita inspiración tenía un precio. La isla decidió condenarme, solo disfruto de la infinita inspiración cuando sopla el viento balear, por eso, cada vez que abandono el suelo mallorquín la inspiración huye de mí, de la misma forma que yo huí del mes de agosto.
Los vientos mallorquines decidieron castigarme por mi alma dionisíaca y mediterránea, obligándome a buscar con un gran esfuerzo los pequeños detalles de pasión que no tengo en mi vida invernal. Si escribir en invierno era duro, ahora lo es aún más. La inspiración y lo noble huyen de mí. Consigo escribir, pero por rutina, es mecánico, no espiritual.
Y yo creía que no volvería a sentir pasiones fuera de la isla, hasta que otra alma dionisíaca decidió seducir mi espíritu con el relato de Helena o el mar del verano. Con el alma en vela aún trato de asimilar la belleza de una historia cuya inocencia y sinceridad me han hecho volver a sentir. Es la primera vez en años que logró sentir inspiración fuera de la isla, los paisajes y palabras de Ayesta me han seducido, me han obligado a imaginarme corriendo por una casa que no conozco, persiguiendo a unos primos que no tengo y enamorándome de una mujer que no existe. Y sé que la isla estará celosa, al igual que lo estuvo agosto, pero mi espíritu ha logrado inspirarse en el invierno oscuro, y es solo ahora cuando parafraseando a Ayesta esbozo un tímido y desnudo y yo bebí el aliento de aquellas brisa, la bebí, la respiré, pero no la oí.
