Tallin es una ciudad sin elevación, construida entre ruinas de invasiones y resistencia local. Los locales, que en sus manerismos me recuerdan a los mallorquines, han logrado hacer de la ruina un lugar al que llamar hogar. Y en la ausencia de cerros y elevaciones, las bicis colorean un paisaje que de no tener ilusión, sería deprimente.
Pocas veces he visto un pueblo con tanta ilusión. La sombra del criminal comunismo decora gran parte de los barrios. Edificios soviéticos que permanecen inmóviles en el tiempo y que para el extranjero suponen un despertar sobre la suerte de su infancia.
Cuesta creer cómo un país con la belleza natural y de sus gentes ha sufrido tanto. Cuesta entender cómo los estonios han logrado salir adelante y encontrar ilusión en un país que estaba en ruinas. Y entre tanto sufrimiento pasado los locales pasean viendo el país cambiar al ritmo del progreso capitalista, que lejos de ser perfecto, funciona.
No seré yo quien defienda el capitalismo que vivimos. Me considero un joven descontento. No creo en las grandes empresas, tampoco en las revoluciones. Pero soy capaz de entender mi deber cómo inmigrante en el país que me acoge. Me toca pedalear en la misma dirección, y no hay mejor manera de hacerlo que con una bicicleta de segunda mano que merece otra oportunidad.
A diez kilómetros de casa, un estonio de manos curtidas y tez seria, nos ha vendido dos bicicletas de otra época. Dos medios de transporte que con paciencia y cuidado nos ayudarán a ser parte de esa juventud que con su esfuerzo y pedalear diario decoran las calles de un país que siempre sufrió y que ahora comienza a florecer.
Miércoles 17 de abril de 2024
Tallin, Estonia
Recuerdo #979
