Después de una larga y fría ducha me refugio en la oscuridad de mi habitación. Un apañado ventilador me refresca, y mis agotadas piernas aún se resienten del partido de fútbol que he jugado a las seis y el posterior paseo a orillas del estanque de la ciudad antigua. No sé que sensación térmica debe haber en Tallin, el móvil marca los veinte grados, pero la perpendicularidad del sol, esa que tantos matices brinda a la ciudad, logra que el calor apriete y la cabeza se nuble.
Como de costumbre, mi día laboral ha sido todo lo que uno quiere evitar al inicio de la semana. Trabajo en un lugar maravillosamente frenético, y hasta yo, joven enamorado del caos, me replanteo mis decisiones y sueño con una cabaña en algún lugar con costa en la que poder dedicarme a la escritura y otras pasiones nobles.
Tal es mi caos mental, que logra contaminar mi espíritu, y es por ello que me veo obligado a soñar con recuperar la prosa a la que desde hace meses mantengo en cuarentena. Puede que mi vuelta a la prosa nazca por mi reciente rechazo a Instagram, o tal vez sea fruto de una repentina pasión creativa que me hace soñar con dedicarme a ello.
Creo que la prosa, la que merece la pena, vive de las sequías creativas, de esos momentos que Cela categorizaba como incómodos. Y puede que por ello mi cabeza me pida leer una vez más a Escohotado, así que no me queda otra que poner fin este recuerdo y abrir “Sesenta semanas en el trópico” y leer de una vez la constancia de un boticario que decide escribir diariamente aún estando en el paraíso.
Lunes 17 de julio de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #704
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