Siempre he sido un enamorado de los relojes, al menos dese que tengo uso de razón. Detesto la idea de que los relojes son un símbolo de estatus, aunque lamentablemente lo son. Ahora mismo llevo un reloj de mi madre, y más allá del fabricante, lo que me fascina saber es que fue diseñado en el noventa y cuatro por un jovencísimo Fabrizio Buonamassa inspirado por el trabajo Gerald Genta.
Los relojes, además de reunir historias familiares y visualizar momentos con aquellos que lo llevaron, son un estandarte de la evolución humana. Una obsesión por retar a la primera ley de la termodinámica, o lo que es lo mismo, lograr en pocos centímetros un movimiento perpetuo.
No sé en qué momento me enamoré de la relojería, ni tampoco porqué soy capaz de entender complejos mecanismos con relativa facilidad. Supongo que como todo Texidor una parte de mi cabeza es dada al cálculo y a la mecánica, y en cierta medida me gusta pensar que la relojería me acerca a la gran obsesión de mi abuelo, la aviación.
Considerando lo anterior, uno puede entender con algo más de detalle el porqué de mi retorno a los movimientos automáticos. Hace poco más de un año empaqueté y vendí mi Garmin, y aunque me excusase en mi caótica cabeza fruto de la obsesión con el exceso de datos, ahora me atrevo a decir que fue más por amor que por desapego.
Hoy, un año después de haber enterrado aquel reloj deportivo, escribo esto con mi reloj favorito, el que era de mi madre. Hoy, un año después vuelvo a Garmin. Pero esta vez lo hago con cabeza, y de la mano de una modesta Vivofit5 que me dará lo único que valoro ahora mismo: pulsaciones, sueño, estrés y VO2.
Ayer volvió el runrún que tanto echaba de menos, y si tengo cabeza, disciplina y mucha paciencia, podré, por primera vez en mi vida, vivir mi amor por la relojería en la mano izquierda, y mi amor por el deporte en la derecha.
Miércoles 14 de junio de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #671
