No sé muy bien qué diferencia a los ligues, romances y noviazgos. Podría escribir sobre matices y derivadas de cada situación, pero dudo que fuera a llegar a una lista concisa.
Cuando digo que no sé distinguirlos no hablo de lo que ocurre entre las personas inmersas en casa una de esas situaciones, sino de lo que se vive de cara a la galería. He vivido romances que mis amigos entendían como noviazgos, o ligues que nadie entendía como romance, e incluso un noviazgo que ahora en la distancia creo que nunca llego a ligue.
El fuero interno de cualquier relación es un mundo que merece su propio capítulo, de ahí que hoy me quiera centrar en la percepción de los ajenos a la vivencia. En mi caso, jamás he sentido la presión de mi familia por presentar a una novia, un romance o un ligue. Y siempre ha sido mi iniciativa el presentarlas en casa, hasta hoy.
Ayer en la cena, con una mezcla de curiosidad y sincera ilusión mis padres me pidieron que invitara a comer a Mer. Y con el miedo propio de una presentación, unido a la barrera lingüística, acepté a regañadientes.
La comida fue muy bien, Mer convenció a mis padres con sus ojos azules, a mis sobrinos con varias galletas de postre y a mi hermano con algún comentario inteligente.
Supongo que a mis padres les debió gustar tanto como me gustó a mi cuando la conocí, porque la comida rápidamente derivó en una segunda invitación a cenar.
Creo que la novia que me aguanta es ahora un poco más novia. Porque no sólo lo es para mí, sino que lo parece para el resto de personas.
Lunes 1 de mayo de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #627