Siempre he sabido que la verdadera felicidad se encuentra cerca del mar. Vivir a orillas del agua, ver el atardecer cada día o tener la posibilidad de sentir la arena al caminar. Pequeños grandes placeres de los que carece la vida en el centro peninsular.
He pasado toda mi vida buceando, saltando de roca en roca, perdiendo gafas y arañándome la espalda en las cuevas. He vivido (y vivo) por y para el mar, y aún sabiendo todo esto, no ha sido hasta hoy cuando he sido consciente de la suerte que tengo de vivir en Tallin.
Es cierto que el Báltico tiene mucho que envidiar al Mediterráneo, que sigue siendo el mar más especial que conozco. Pero sin embargo el Báltico tiene algo que el Mediterráneo es incapaz de igualar, los ángulos de luz. Porque como he dicho muchas veces, la luz de Tallin es única, cada minuto, cada hora, cada detalle importa en los colores, a diferencia del Mediterráneo que ofrece siempre la perfección.
El Báltico es imperfecto, los atardeceres oscuros a un lado y rojizos y verdosos al otro. No hay uniformidad, es la perfección de lo imperfecto, y por mucho que me duela admitirlo, con ver un atardecer en cada estación mediterránea uno lo ve todo, pero a orillas del Báltico, hay trescientos sesenta y cinco atardeceres distintos.
Hoy me ha tocado inaugurar la temporada primaveral de atardeceres. A escasos minutos de mi casa, en una pequeña península desde la que se puede contemplar Tallin entera el sol juega a despistarte. Un lado de la bahía se sumerge en la oscuridad absoluta, y otro te seduce con rojizos tonos y verdosos detalles. Nubes que parecen hogueras y matices que jamás he visto.
Hoy he visto al Sol crear patrones y garabatos únicos, he visto a la pequeña playa de Pikakari esconder mientras Tallin se iluminaba. Y todo a escasos minutos de mi casa. Vivo a orillas del mar, en una ciudad con la que empezaba a soñar hace un año exacto.
Domingo 2 de abril de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #598
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