Desde que tengo memoria he sentido un especial cariño hacia esos leales compañeros y fieles amigos que son los perros. Siempre he envidiado a aquellos quienes tenían la suerte de tener un cuadrúpedo peludo a su lado, y podría decirse que tal era mi obsesión que tuve que ahogarme y resucitar para lograr tener uno. Tal vez fuera una muestra de agradecimiento hacia quien estuviera ahí arriba velando por mí, y tal vez por ello esa misma tarde acabé sonriendo junto a Bart, un pequeño perro que en palabras de mi padre era un cabrón muy listo.
Fueron unos años muy felices, al menos lo poco que recuerdo no me hace pensar lo contrario. Y sin duda perder a Bart fue algo que nunca he terminado de asumir, y tal vez por ello sienta dentro de mí la imperiosa necesidad de tener un pequeño amigo con el que irme a pasear, patinar o refugiarme en cualquier rincón para seguir escribiendo y leyendo.
Siempre he amenazado (en términos cariñosos) a mis padres que tarde o temprano tendría un perro. Y claro, eso en Madrid era algo impensable. Entre los precios del alquiler, los interminables horarios laborales y los bajos sueldos, mucho tardaría en tener perro. Y no se equivocan mis padres cuando decían que no volvería a tener perro hasta que fuera mayor, pero con lo que no contaban es con que acabaría trabajando en Tallin junto a un cordero y una cabra en la oficina.
Supongo que cuando mi madre lea este recuerdo me dirá que estoy como una cabra, que un perro jamás volverá a entrar en su casa, y que me olvide de llevármelo a Mallorca en agosto. Sé que la discusión está perdida, pero espero que cuando venga aquí y entienda que Tallin si es ciudad para perro tal vez me perdone por querer cuidar a un pequeño bicho.
Tal vez esté como una cabra, pero estoy convencido de que cuando recoja a mi cachorro de perro salchicha en Riga a mediados de junio y me lea más feliz que nunca, pueda aceptar que aparezca este verano con un cuadrúpedo peludo debajo del brazo,
Miércoles 29 de marzo de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #594