A finales de diciembre amanecía en Tallin a eso de las nueve y cuarto. Algo bastante desagradable si se tiene en cuenta que anochecía a las tres y media. La luz en Tallin es preciosa y única, pero hay que saber llevar cuatro meses de relativa oscuridad.
Ahora, a principios de marzo los meses oscuros dejan paso a la ansiada primavera, y aunque la orilla del Báltico siga nevada y con el agua congelada, el Sol sale a las siete y se pone a las seis.
No miento si digo la inmensa felicidad que me recorre cada mañana cuando salgo de casa con el Sol saludándome. Como ya he dicho alguna vez el ángulo de la luz es único. Y los recovecos juegan a ser iluminados tímidamente, creando formas únicas e inimitables.
Ahora que amanece pronto me levanto a las siete. Disfruto del café mientras veo el amanecer a través de la ventana de mi cocina. Y cuando estoy más o menos despierto me visto para ir al gimnasio más especial de la capital báltica. En la planta cuatro de Suur-Patarei número 13 hay un gimnasio desde el que cada mañana contempló al Sol traer la luz a Tallin. Entrenar en mi oficina y con esas vistas supone una gran recompensa a dormir hora y media menos.
Esta mañana ha sido el que para mí es el amanecer más bonito que he visto desde mi llegada a Tallin. Un radiante Sol anaranjado y seductor iluminaba la calle de Jahu, la principal arteria de mi oficina. Las antiguas fábricas de Noblessner y Kalamaja cambiaban sus vestidos nocturnos por conjuntos diurnos. Y yo, tallinés de adopción y madrileño de nacimiento no he podido evitar sentarme a contemplar la irrepetible escena que tenía delante.
Ahora que amanece pronto y la primavera comienza a seducir a una ciudad nevada, me alegro de haber sobrevivido a mi primer invierno en el Báltico, y me atrevo a decir que tampoco es para tanto.
Lunes 27 de febrero de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #564
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