Allá por enero del año veintidós escribía la que para mí es la mejor idea sobre calzado que ha salido de mi puño y letra: “Hay un debate bastante polémico en el mundo de las zapas, están los que creen que las zapas son objetos de coleccionismo y de especulación, y los que como yo defendemos que una zapa está para llevarla. Creo que coleccionar zapas por y para la especulación no permite disfrutar de una de las mayores alegrías de esta maravilloso vicio, ver como poco a poco se desgastan y cambian de color y forma con cada día y anécdota.”.
Mi amor por las zapas es una especie de amor prohibido. Un romance limitado por mi bolsillo y por mi sentido común. Un vicio cuyo único límite es no tener más de cinco zapas y solo comprar unas después de haber destrozado las anteriores. Y es que como muchos sabéis no concibo las zapas como un elemento de colección. Las zapas son un bien fungible, y al igual que el vino, de nada sirve almacenarlas y no disfrutar de ellas.
La zapa como concepto es ese calzado que representa tu personalidad. Y viendo los dos pares de NB sin forma y las Adidas que tengo agujereadas puedo concluir que hasta hace un año mi personalidad era un poco dad shoe. Y ahora a tres mil kilómetros de casa, habiendo redescubierto mi juventud, vuelvo a la zapa simple, a la silueta a ras de suelo. De esas que se destrozan con una tabla y se cambian los cordones.
Tal vez por haber redescubierto mi juventud me haya decantado por unas Adidas clásicas, unas míticas Palermo y unas Converse López. Las dos primeras me han llegado esta mañana, y las últimas llevo un par de semanas dándoles caña. Y permitidme que os diga, después de haberme escapado de la oficina para recoger las zapas y sentir la nieve destrozar el ante de mis queridas y preciosas nuevas Adidas no puedo esperar a ver como el paso del tiempo las hace aún más especiales.
Miércoles 22 de febrero de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #559
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