Hace muchos años, unos quince para ser concretos, yo era un iluso niño que iba cada pocos días a clases de pintura. Soñaba con saber pintar los nenúfares de Monet y las escenas tahitianas de Gaugin. En aquella entonces mi domino de la acuarela y las ceras Manley no daba para mucho. Y aunque supe pintar con más o menos éxito tímidas copias de los nenúfares y las jóvenes de Tahití mi carrera artística se vio frustrada por otras pasiones.
Años más tarde yo seguía pintando malamente. No tenía ninguna formación técnica más allá de aquellos primeros años de clase de pintura, pero dibujar me ayudaba a no distraerme en clase. Cuanto más pintaba, más escuchaba en clase, aunque me costase cientos de llamadas de atención y castigos por parte de mis profesores.
Cuando cumplí la mayoría de edad y convencido que eso de pintar bien era subjetivo empecé a tantear con las ilustraciones digitales en un iPad que conseguí convencer a mis padres para que me regalaran. Y aunque llené varios álbumes de dibujos e ilustraciones, todo aquello se perdió con el medio millar de poemas y textos que tampoco viene a cuento recordar su desaparición.
Ahora, camino de los veinticinco, he redescubierto los acrílicos. Es cierto que en verano suelo robarle lienzos y pintura a mi sobrina, y que mi obsesión por la costa mallorquina me ha llevado a tener un par de lienzos muy decentes. Pero esta vez es distinto.
Ayer, de la mano de Elois, una joven artista estonia, redescubrí lo que supone enfrentarse al lienzo en blanco. En una tarde de desconexión del equipo legal de mi nuevo curro volví a pintar. Y creo que quiero volver a pintar.
Supongo que mañana me escaparé a comprar algún lienzo y algún acrílico. Voy a darle otra oportunidad a eso de la pintura, tal vez esta vez los nenúfares no sean tan tristes y las tahitianas tan solitarias.
Jueves 16 de febrero de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #553
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