De hoy podría escribir numerosos recuerdos. Podría hablar de cómo debería estar ahora mismo en Madrid cazando, o esquiando en algún lugar de Estonia. Pero creo que de lo más de cinco recuerdos que podría dejar aquí escritos merece la pena rescatar parte de mi felicitación a mi amiga Blanca. Y es que mañana es su cumpleaños, pero entre que su felicitación la he escrito hoy y que en Estonia hay una hora de diferencia, su cumpleaños ha empezado oficialmente el día ocho. Por ello, permitidme pues dedicar un popurrí de líneas a Blanca, y por ende, a mi día ocho de febrero.
La juventud que se vive en Madrid es una suerte de semi independencia atrapada en una jaula de barrotes oro. La comodidad y facilidad del techo familiar hacen difícil entender que la vida es mucho más que una cerveza después de trabajar. La vida adulta, o al menos la que yo valoro, pasa por la independencia del hogar propio, por las entradas y salidas de tus amigos, y por supuesto, por todas esas cenas que deberían alumbrar unas amistades que en Madrid se resumen a un café de vez en cuando y a un cariñoso saludo en la puerta de algún bar.
Hasta hace escasos meses seguía rumiando la idea de que mi huida de Madrid vendría acompañada de varios lamentos. Creía que eso de dejar la ciudad de tus amores haría que determinadas personas te echasen en falta. Pero creo que ese pequeño engaño dura poco. Y como bien me decías aquella tarde de hace cuatro años tras tu vuelta de Australia, Madrid se mueve muy rápido y no duda en olvidar al que hasta hace poco era un hijo predilecto.
No me quejo, porque al fin y al cabo es lo que buscaba en mi exilio. Olvidarme de Madrid y que Madrid se olvidara de mí. La vida madrileña trasciende más allá de mí o de ti. Y aunque Madrid siempre vaya a seguir igual y nunca se vaya a mover, la realidad es que en la distancia uno siente que deja de formar parte de ella.
Jueves 8 de febrero de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #546
