Pocas películas han logrado emocionarme de la manera en que lo ha hecho Babylon. Jamás había sentido tantos estímulos en una sala de cine. Decenas de miles de imágenes que juegan con los ritmos y con los tiempos. Sucesiones interminables de transiciones que te recuerdan que aun hay esperanza. Que eso del cine aun tiene recorrido. Y sobre todo, que por mucho que se empeñen en hacernos consumir desde casa, la gran pantalla es y será siendo la mejor forma de disfrutar de una película.
Quien me conozca ya sabrá que tengo decenas de manías. Muchas de ellas rozan la sociopatía más radical, desde no poder llevar algo en el bolsillo trasero de la parte derecha del pantalón o atarme primero el zapato izquierdo. Y entre muchas de esas absurdas manías está la que para mí es la más satisfactoria y a la vez tediosa. Hace ocho años, en el verano del dos mil quince, decidí empezar a catalogar y almacenar todas las películas que veía. Con los años esa categorización se ha extendido a artículos y columnas, pero volvamos a lo que nos interesa.
Desde el verano del año quince, he visto ciento cinco series y seiscientas veintiséis películas. Y de todo ello, los únicos títulos que han obtenido el diez han sido (en orden de perfección): The Prestige, The Office, The Man from Earth, Fight Club, Perfume y The Midnight Gospel. Es decir, de setecientos treinta títulos, tan solo un 0.68% son obras de arte. Hasta hoy, porque después de la experiencia cuasi religiosa que he vivido en el cine de Solaris, Babylon acaba de convertirse en la sexta. Y tengo que dar las gracias a Chazelle por ello.
Érase una vez en Babylon, un grupo de jóvenes que soñaban, al igual que el que escribe, que todos los placeres de su juventud fueran eternos, y a diferencia de mi vida, en el caso de esta obra de arte el realismo mágico que tanto me gusta es el protagonista en la sombra.
Martes 7 de febrero de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #544
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