Soy un ferviente enemigo de la globalización. Ese poderoso ente que destruye culturas y populariza morralla. Un producto malvado de los cien años más pacíficos que se conocen desde que el hombre escribe su historia.
Tampoco quiero desarrollar excesivamente mi postura. Pero digamos que hay muchos matices, como por ejemplo mi defensa de la inmigración y emigración, y más aún si es mano de obra cualificada. Otro aspecto con el que estoy más o menos de acuerdo es con la posibilidad de leer infinidad de opiniones. Pero es aquí donde radica la trampa. Cuantas más opiniones, más ruido. Cuanto más ruido, menos se escucha.
La globalización permite, entre muchas cosas, que yo pueda vivir en Tallin y comunicarme sin problema. Todos hemos aceptado el inglés como lengua vehicular, y por mucho que me cueste admitirlo, esta lengua fea y endiablada es muy útil. Hay idiomas infinitamente más bellos, como el español, turco, ruso e incluso el árabe. Todos tienen contrastes dulces y duros, mientras que el inglés es una monótona herramienta con una poesía horrible cuya única belleza es que me permite sentarme en una mesa a cenar con tres estonias y dos turcos.
Y es que hoy he estrenado mi rincón de la calle Soo. He cocinado mi primera tortilla de patata, y en la distancia he recibido la aprobación de mi madre. Y tristemente, volviendo a lo que decía al principio, la globalización acabará consiguiendo que expatriados como yo se olviden de sus recetas locales y vivan eternamente a base de burratas, steak tartar y ensaladas de tomate y ventresca.
No hay nada más radical que cocinar y compartir las recetas de tu país. Más aún si uno consigue evangelizar con el mediterráneo moral en mano a tres estonias que hasta hace no mucho no entendían que eso de quedar a las siete implica llegar a las ocho y cuarto.
Sábado 14 de enero de 2023
Tallin, Estonia
Recuerdo #520
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