Ayer decía que eso de la cena del veinticuatro es algo que no me termina de convencer. No termino de disfrutar de las copiosas cenas y las malas noches consecuencia de ello. Yo soy un fiel defensor de la comida del día de Navidad. La verdadera felicidad está en el mus después de comer y en la merecida siesta después de varias botellas de vino y algún gin tonic tontorrón.
Es cierto que en mi deseo está volver a mi monacal abstinencia. Pero he de decir que estoy encontrando en el vino una pasión que nunca creí mía. Por primera vez logro saborear distintos tipos de matices, y aunque suene a snob y payaso venido a más, creo que esos enólogos no son tan vendehumos como pensaba.
Tal vez me esperen varias semanas de sesuda meditación para entender qué lugar tiene el alcohol en mi vida monacal. El cambio de casa, de trabajo, y mi reciente operación son un motivo perfecto para marcar un punto de inflexión. Mi cabeza necesita ser capaz de correr medias maratones sin sufrir, y la promesa del año nuevo unida a mi idea de nueva abstinencia me ilusiona.
Pero bueno, dejemos de lado la conversación que tengo pendiente en mi cabeza, y hablemos de lo que de verdad importa. La mejor tradición que existe en mi casa tiene lugar el día de la comida de Navidad.
Como toda buena tradición, está surge por una pequeña casualidad que ahora es responsable de que cada veinticinco de diciembre, mis tíos, hermana de mi padre y el responsable de mi amor por el cocido madrileño, nos sorprendan con la mejor tarta de chocolate del mundo. Siete chocolates que en perfecta armonía seducen a quien la prueba. Un dulce tan exquisito que soluciona cualquier paliza posterior al mus.
La comida de Navidad reúne todo lo que me gusta de la vida mediterránea. Una mesa, varias tradiciones y tertulias que van a desembocar a la mejor siesta que puede existir.
Domingo 25 de diciembre de 2022
Madrid, España
Recuerdo #500
