En mi humilde opinión hay tres tipos de películas, las que son terribles, las que son una obra de arte y las que te emocionan. Aunque estas dos últimas suelen ir de la mano, hay veces que se da el caso que no y “Avatar: The way of water” es una de ellas.
Creo que cuando se estrenó la primera fui al cine a verla dos o tres veces. En aquel momento, un joven Carlos de once años se quedaba maravillado. Creo que dos mil nueve fue uno de los últimos años en los que mi imaginación aún podía crear maravillosos mundos, y gracias a “Avatar” puede llenar varios cuadernos de garabatos y mapas del tesoro.
Tal vez por esa nostalgia y cariño a la primera película haya seguido tan de cerca esta segunda entrega. James Camerón es un tipo fascinante, y considerando su amor por los relojes y su participación en el Deep Sea Challenge de Rolex me hizo respetarlo aún más. Pero más allá de todo ello, hoy vengo a hablar de la segunda entrega, y como creo que aunque no sea una obra de arte es una de las películas más emocionantes y emotivas que he visto.
Es cierto que en mi caso siempre me he sentido sobrecogido ante paisajes que representan esa inmensidad que descubrí en la Patagonia. En aquel entonces aún no existían estos recuerdos, pero varios poemas más o menos bien escritos recogieron esa idea que “Avatar” tan bien refleja.
La película tiene varios errores argumentativos que no voy a entrar a valorar. Como le decía a la isleña que tenia a mi izquierda, a esta película se lo perdono. Los paisajes y detalles son sublimes. Cientos de escenas que durante tres horas te recuerdan lo maravilloso que puede llegar a ser imaginar. Y es por eso que disfruté tanto.
Puede que no sea la mejor película que he visto, pero sin duda es una de las que más me ha sobrecogido. Viva James Cameron y esa cabeza que le permite imaginar mundos que el Carlos de nueve años habría soñado con ver.
Miércoles 21 de diciembre de 2022
Tallin, Estonia
Recuerdo #496
