Estoy cansado, pero no de cuerpo, si no de alma. Me pesan las decisiones. Mi precoz final en mi actual curro ha terminado de escribir las estrofas de aquel poema de Gil de Biedma. La vida iba en serio, y aunque lo sabía, nunca me lo llegué a creer.
Es paradójico que necesite un despertar de estas dimensiones para entender que a más de tres mil kilómetros de casa soy dueño de mis decisiones. Decía en abril que en Madrid mi vida era muy cómoda, y que el ego y la curiosidad me pedían vivir riesgos fuera de la M-30. Pues bien, ocho meses después, creo que he superado con creces las expectativas de aquel Carlos soñaba desde la planta diecisiete de la calle Raimundo Fernández Villaverde.
El lunes empecé y terminé mi primera mudanza. Otra gota para mi copa de realidad que está a escasos meses de rebosar. He perdido mi primer trabajo de hombre adulto. He encontrado otro en menos de dos semanas. Y ya he firmado el que será mi segundo contrato de alquiler.
La vida iba en serio, y es algo que logro entender ahora. Soy dueño de mis aciertos y de mis errores. Nadie más que yo es responsable de haber formado parte de una ronda de recortes. Es cierto que podría discutir que llegué a hacerme imprescindible, pero siempre me acordaré de aquellos dos tardes de septiembre donde debí plantar cara y levantar la mano.
Soy muy cabezota, y a estas alturas tengo claro que veo en mi persona mucho más de lo que puedo ofrecer. Pero es precisamente esa característica la que me ha permitido llevar la contraria en alguna ocasión. He cometido muchos errores durante mi breve e intensa primera etapa de mi particular camino estonio, pero ¡ay los aciertos! Qué dulzura saber que alguna vez tuve razón.
Hoy he levantado la mano y he cuestionado una decisión. He hecho lo correcto, aunque ello haya supuesto perder un par de horas que podría haber usado para cerrar los temas pendientes que el jueves tengo que enviar antes de entregar mi ordenador.
Martes 20 de diciembre de 2022
Tallin, Estonia
Recuerdo #495
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