Que este blog se haya convertido en una suerte de oda mediterránea era algo que no preveía. Tal vez mi radicalización y activismo a través de Tuiter hayan contribuido a mi acelerada moralidad mediterránea, pero sin duda, a escasos metros del mar, me gusta pensar que siempre la llevé dentro.
Siguiendo esa idea de suponer que sé más de lo que domino, me gustaría escribir sobre la idiosincrasia mediterránea, de ese amor por la sobremesa o la pasión por el cocinar. Es probable que llenase libros sobre lo mucho que necesitamos los mediterráneos el fogón y el vino. Y hasta puede que dedicara un par de capítulos a Baco, pero ese es otro tema.
Este recuerdo comienza en una mañana de un noviembre balear. Uno de esos amaneceres únicos que ponen fin a un amago de veranillo de San Juan, y que por primera vez en mi vida laboral, antecede a unas vacaciones merecidas.
A eso de las diez me encontraba sentado en el porche de mi casa mallorquina. Un pequeño rincón de la bahía de Palma que se articula como reducto balear de lo que una vez fue. Y a no más de cien metros de las aguas cristalinas, Gonzalo me seducía con la idea de una comida de las que marca época.
Poco puedo decir sobre el kilo de gamba roja o la pasta con salsa de calabaza y tomate. De lo que si que puedo escribir (y aunque me contenga por el espacio del pie de foto) es de las conversaciones en la mesa de madera que trajeron mis padres hace varias décadas del Mar del Norte.
No sé muy bien en qué momento la comida derivó en un viaje improvisado a Palma. Ahí, cerca de la Plaza del Mercado, había acordado tomar un café con mi amiga mallorquina que a veces es sueca. Ahora que yo me he ido a vivir al norte, ella ha decidido volver. Y en una especie de continuación de las costumbres que citaba antes, supongo que intentaré coincidir con ella y devolverle los momentos con los que llenó las primeras páginas de estos recuerdos.
Lunes 31 de octubre de 2022i
Mallorca, España
Recuerdo #444