Hace cuatro meses preparaba lo esencial para poner rumbo al Báltico. En un par de maletas y una mochila metía además de ropa de abrigo, ganas de comerme el mundo y alguna que otro romance pendiente, y mis principios mediterráneos adornados con un poco de honestidad brutal y algo de Cholismo.
En el primero de los dos aviones que tuve que coger, me imaginaba en cierta medida como un evangelizador. Quería llevar a esas tierras del norte la palabra de Calamaro, la vida y obra de Diego Pablo y a poder ser, ese amor por el Mediterráneo que tanto me hace apreciar la vida. Nunca pensé, o mejor dicho, no llegué a creerme del todo que los lugareños de mi ya querida Tallin fueran a ser tan cercanos a esos ideales que he hecho míos. Tal vez exista algo como la moralidad báltica, pero aún es pronto para saberlo.
Si tuviera que concretar en una persona todos esos valores que traía conmigo, me atrevería a nombrar a mi jefe. Un estonio que creció en una de las islas de la costa, para quién la familia está por encima de todo y con un profundo respeto por la honestidad y la palabra del otro. Un estonio áspero y tímido de primeras, pero de los que te guarda respeto y lealtad eterna.
He tenido mucha suerte en cada una de mis decisiones de estos últimos seis meses. Me atrevo a decir que hasta en las ramificaciones de esas primerizos riesgos estoy encontrando tesoros que nunca busqué. Y uno de ellos es mi jefe.
Creo que currar en una start-up influye en el tipo de relación que tengo con él, pero aún siendo un entorno laboral que fomenta la lealtad y la honestidad brutal, he encontrado en él una suerte de capitán a quien no dejaría solo en el barco. Un Cholo a orillas del Báltico que no creo que tarde en entonar ese; voy a ponerme a cantar lo que quiera, pasar mientras el sol esté cayendo, todos estamos sobreviviendo, y otro día que se está yendo.
Martes 27 de septiembre de 2022
Tallin, Estonia
Recuerdo #410
