Siempre he creído que hay algo mágico en los atardeceres. Me gusta imaginar las conversaciones de aquellos primeros hombres conscientes de lo que suponía que la bola de fuego se ocultara tras el horizonte. Y entre tanto imaginar, suelo visualizar diálogos de duda y admiración.
No sé muy bien cuando fui consciente por primera vez del misticismo del sol poniente. Puedo recordar mis primeros atardeceres, pero creo que fue en Halong Bay la primera vez que sentí ese sobrecogimiento que me acompaña desde entonces.
Creo que tenemos la suerte y desgracia de vivir en la era del exceso de información. La certeza de ver el sol salir al día siguiente es algo que rige nuestras vidas, y aquel miedo egipcio de ver al astro perder la batalla nocturna contra el caos quedó olvidado hace siglos. Incluso los griegos más clásicos compartían cierta certeza de ver el siguiente amanecer, y ese agradecimiento del nuevo día ha quedado relegado de nuestras vidas.
No sé muy bien dónde leí o a quién escuché esa idea de que el atardecer está asegurado y el amanecer sigue siendo un rocambolesco suceso aleatorio que simplemente ocurre. Pero es que hay cierta razón en ello, porque la noche siempre cae, y el sol a veces no sale. Y no hablo únicamente de astronomía.
Dudas epistemológicas aparte, los atardeceres me sobrecogen. Intento vivir con una concepción cuasi pagana de la vida, y en ese huir del sol cada tarde, encuentro una forma de valorar cada día que vivo.
Ayer volví a un lugar místico y secreto al que peregriné guiado por la mallorquina que juega a ser sueca. Y ahora, sentado en un avión rumbo a Oslo, me imagino con uno de aquellos primerizos hombres en la costa de Deià, dudando de la vida, y del propio sol.
Ayer vi mi último atardecer veraniego y balear, no sé si volveré a ver el sol salir, pero hasta entonces, viviré pensando en aquellas piedras mallorquinas desde donde soy consciente de la inmensidad de la vida.
Domingo 7 de agosto de 2022
Mallorca
Recuerdos con contexto 359
