Una de las muchas cosas que me hace estar profundamente enamorado de Mallorca son sus rocas. Una isla mediterránea llena de piedra y cincelado marés que decora cada rincón insular. Y entre tanta textura porosa y tonalidad de marrones y amarillos, la vida sonríe.
Los contrastes entre agua cristalina y piedra son infinitos. Incluso el recoveco más humilde presume entre la costa y el mar de una tonalidad que no he visto en otro lugar. Tal vez ese juego de luces que hacen de esta isla única, y tal vez sea lo que me lleve a dejar de trabajar un viernes y huir a buscar más detalles escondidos.
Ayer, después de un día de trabajo duro y frustrante, cerré el ordenador con la reunión aún conectada, cogí unas gafas y junto con mi hermano fuimos a las rocas que tengo delante de casa. Incluso con el mar movido, el Mediterráneo te recuerda que tiene las mejores aguas, y sus fieles rocas baleares que la vida es maravillosa.
Buceé con el único objetivo de entrar en esa cueva que tanto se me resiste. Y por primera vez, después de varios intentos logré acercarme a la entrada. Paradojas de la vida, la vez que más cerca he estado ha sido la más lejana. En la más absoluta oscuridad, el reflejo de las gafas de mi hermano me marcaba el camino de vuelta, y las agujas luminiscentes de mi reloj que llevaba casi treinta segundos buscando la luz. Y entonces, un rayo dorado iluminó la que hace un año habría sido una abertura más que accesible, pero esta vez, con una roca que obstruía gran parte del túnel.
Estuve toda la noche saboreando la miel de mis labios, tan cerca y a la vez tan lejos. Creo que si vuelvo a perder los kilos que he ganado en Tallin puedo llegar entrar por la abertura, aunque eso tendrá que esperar.
No sé qué haría sin los contrastes baleares, y aunque esta dichosa isla me niegue sus cuevas más secretas, seguiré pensando que lo hace con la intención de seducirme con nuevos contrastes de piedra y luz.
Viernes 5 de agosto de 2022
Mallorca
Recuerdos con contexto 357
