Escribía ayer viernes sobre la dificultad de transmitir la incertidumbre de algo que uno ya da por cierto. Y es que el jueves intuía por primera vez desde que llegué a Tallin que había tomado la mejor decisión de mi vida. Ese runrún me acompañó durante todo mi día de ayer, y ni si quiera las numerosas reuniones y cafés lograron que me olvidara de él. Y no fue hasta las seis cuando se concretó ese “joder, tenía razón”.
Hoy sí que me resulta sencillo sentarme a escribir. Tal vez sea por la paz mental que trae la independencia. Hace un rato he terminado de limpiar mi casa. He puesto una lavadora y metido en el horno unos solomillos de cerdo con ajo y pimienta. El café que hice hace varias horas sigue caliente, y aunque me guste disfrutarlo con hielo, encuentro un pequeño gran placer en el sonido del café caliente y el hielo al agrietarse.
Más allá de mi actual situación, es importante dejar aquí escrito para mí futuro yo lo que sentí ayer viernes. Mi amigo y manager me contó que le habían ofrecido uno de esos puestos que solo se escuchan en películas. No llega a los veintinueve y se va como director de un equipo de más de veinticinco personas a uno de los bancos más importantes del Báltico. Y yo, que crucé Europa para ser formado por él me quedo un poco huérfano.
En un momento dado fuimos a una de las neveras de la oficina, nos abrimos un par de Coronas y seguimos hablando de la oportunidad que tengo por delante. Estoy en la misma situación que cuando él llegó a Change hace más de tres años. Y entre brindis y risas por la avalancha que se me viene encima, me dijo que le echara cojones, que estas cosas pasan una vez en la vida.
Y tiene razón, no sé muy bien cómo podré abarcar todo lo que abarcaba él, pero si sé que gente más preparada y mucho más inteligente que yo intuye que puedo apañarme, así que me fiaré de los que creen que estoy en el lugar adecuado en el momento adecuado.
Viernes 8 de julio de 2022
Tallin
Recuerdos con contexto 329