Ayer sentí impotencia, de la que se ríe de ti y te humilla. Ese tipo de sensación que te recuerda que no eres especial y que como todo humano el achaque de las dolencias físicas te va acompañar toda la vida. Y es que ayer fruto de la desesperación y mi excesivo optimismo decidí salir a correr. Dos kilómetros más tarde tuve que rendirme ante el punzante dolor en mi pie izquierdo, ese que tiene que pasar por quirófano.
Siendo sinceros, la chapa y pintura a la que debo someterme no es del todo obligatoria. Existe la opción de vivir con esa jodienda de hueso sin soldar que roza con el tendón, pero tendría que vivir renunciado a correr, y eso no es vida para mí.
Tal vez esta desesperación sea un popurrí de recursos literarios, exageraciones y quejas, pero aún siendo todo eso más o menos cierto, la realidad es que he pasado en poco menos de un año de correr siete días por semana a sufrir con cada paseo. Y más allá de lo incómodo que es tener que contener las lágrimas de vez en cuando no es nada comparado con esa desesperación por no poder correr libremente. Echo de menos salir de casa sin rumbo, sin ideas, para un par de horas más tarde descubrir que el cuenta kilómetros marca la veintena.
Nunca tuve ni tendré cuerpo de corredor, mis tiempos y constitución son propios de un jugador de rugby o un sprinter, y es que aún con esas limitaciones no hay deporte individual que me haga más feliz que correr. Y es que esas interminables rectas mano a mano con mi conciencia me hacen infinitamente más feliz que cualquier marca personal.
Solo pienso en que llegue septiembre, pasar por quirófano y volver a correr. Me apetece y me excita el volver a empezar de cero. Tener que sufrir los cinco kilómetros y con esfuerzo y constancia volver a ser capaz de correr ochenta kilómetros semanales con asiduidad, y dejar atrás esa zancada punzante que me acompaña desde que me levanto.
Lunes 27 de junio de 2022
Tallin
Recuerdos con contexto 318
