Son las dos de la mañana, Pablo y Leti acaban de irse a dormir. Alfi, Ale y Juan huyeron hace media hora, por lo que soy el último en pie. No hay ruido, tampoco luces, así que voy a aprovechar la copa de oporto aún llena para escribir este recuerdo.
Ayer volví a beber, algo que explica mi día de cervezas, vinos, orujos, vermús, gin-tonics y oportos. Pero ni si quiera las doce horas de bebercio continuado han logrado que vuelva a sentir lo que es una borrachera. Tal vez haya aprendido a beber con la diligencia de un buen padre de familia o puede que haya encontrado la fórmula para no volver a sentir el alcohol, dejar de beber durante casi tres años.
El día ha sido todo lo que uno espera de las celebraciones mediterráneas en torno a una mesa. Hemos hablado de amor, desamor, costumbres y del mal swing que tengo. Porque después de ocho meses sin coger un palo no he conseguido dar a una bola de golf que se ha reído de mí.
El campo, o siendo estrictos, cualquier recoveco de naturaleza sin asfalto, evoca sensaciones que en la ciudad hemos olvidado. Y es que hasta el molesto zumbar de un zángano que se mezcla con los graznidos de la distancia suena melódico.
La tranquilidad del paisaje rural es única, no hay preocupaciones más allá de tener la copa llena y que no se apague el purito. Sin embargo hay algo que a nosotros, los hijos de ciudad, nos seduce. Y es la promesa de luces y música en cualquier lugar remoto.
Hemos acabado en las fiestas de Dios sabe que pueblo. Hemos vuelto a tener diez años en cada juego de feria, y supongo que mañana todos estaremos algo doloridos por culpa de los toros mecánicos.
El campo es maravilloso, pero el hijo de ciudad siempre acaba volviendo al ruido y constante distracción. Tal vez para olvidarse del ruido haya que dejarlo de lado. Pero como no se responder a esa pregunta solo puedo terminar la copa de oporto e irme a dormir.
Sábado 14 de mayo de 2022
Robledillo de la Vera
Recuerdos con contexto 274
