Son las doce de la noche, escribo esto con la rabia de no haber podido ir al gimnasio pero con la alegría de haber podido tener dos pequeños grandes momentos que tanto me gustan.
El día podría haber sido peor (siempre puede) y aunque lo complejo no haya salido del todo mal, hay determinados aspectos de este jueves primaveral que recuerdan a los lunes de principios de enero.
Como cada mañana, ir a la oficina en moto (y más con lluvia) supone una tarea de riesgo. He tenido que dejar el atajo de Castellana porque hay un ceda el paso en el que veo mi vida peligrar. Ahora tengo un camino por Velázquez algo mejor, pero la incorporación del túnel de Delfines es similar a jugar a la ruleta rusa.
Con eso en mente, uno llega a la oficina mojado, con tareas pendientes y con esa cara tan similar a los días de colegio en los que uno miraba el reloj cada segundo por si se movía más rápido.
No me malinterpretéis, mi trabajo me gusta, y aquí viene el pero, me gusta mucho más escribir este humilde blog. ¿Qué ocurría si dedicara todo el tiempo de mi jornada laboral a escribir? Probablemente tendría el doble de libros escritos, el triple de cafés puntuados y tal vez tuviera un podcast.
Creo que hay algo que falla en mi concepción de esta afición. Se lo decía a Arrieta en nuestro breve pincho de tortilla de esta mañana. A corto plazo me gustaría curtirme en el equipo en el que estoy, pero si hablamos del largo plazo, me veo rodeado de libros y no tanto de PowerPoints.
Al final el día laboral no es tan malo, y puede que me queje de más. Porque si uno se organiza puede hacer de todo, siempre y cuando no haya imprevistos. Por suerte mis sorpresas laborales no suelen ser a medio día, por lo que puedo disfrutar como hoy de un donut de cocido con Pablo y Leti.
Ojalá no me gustara escribir, supongo que así disfrutaría más de mi vida laboral, y no tendría esta crisis de los cuarenta a los veintitrés.
Jueves 24 de marzo de 2022
Madrid
Recuerdos con contexto 223
