Hace años que descubrí la costa de Cabo Blanco, y desde aquel día no he podido evitar visitar el faro y sus aledaños. Es una bahía única, presidida por una imponente isla de Cabrera que observa a quién como yo acude a perderse en los acantilados y sus cuevas.
La bahía está agujereada, en el sentido más literal de la palabra, cientos de cuevas y túneles recorren el litoral, y entre refugios militares y guaridas de contrabandistas me siento cómodo.
En mis últimas peregrinaciones he empezado a descender por las paredes de la costa. He encontrado por lo menos tres formas de bajar hasta la primera de las cuevas, y con la peregrinación del viernes, ya sé llegar al búnker (ahora tendré que buscar cómo entrar).
Mi sábado ha empezado de la mejor forma posible. Imitando a Benedict (aquel broker de principios del siglo veinte) me he refugiado de la lluvia en Capuccino, para así con mi amiga Paula, disfrutar de unos huevos y un café decente.
Hemos callejeado por las cada día más bonitas calles mallorquinas. Entre galerías y tiendas de zapas uno puede ser feliz, incluso aún sabiendo que su sitio de café favorito ya no volverá.
Hemos comido y tonteado con la iglesia de San Nicolás y la Plaza de la Lonja. Y es que Palma tiene música en sus calles, y sino preguntadle a cualquier mallorquín sobre aquel desgarrado “imagine” que se escucha en la Plaza del Mercat.
El deber me llamaba, tenía que hacer la maleta, y después de varios cafés me despedía de Paula. A mi me tocaba recoger la casa, poner alguna lavadora y huir a Cabo Blanco para cómo diría mi madre, “tener cuidado al bajar”.
No paro de pensar en la última gran cueva que encontré, unos diez metros por debajo del acantilado, otros veinte por encima del mar, y una atenta Cabrera a las once en punto.
Aún no me he odio y ya quiero volver, con linternas y cuerdas, a ver qué es lo que encuentro.
Sábado 12 de marzo de 2022
Mallorca
Recuerdos con contexto 211
Comments