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  • Foto del escritorCarlos Pinedo Texidor

Ídolos de barro y becerros de oro.

Actualizado: 13 dic 2021

Me considero joven, lo suficiente para poder pecar de insensato e irresponsable. Dos cualidades que a medida que uno supera primaveras se convierten en defectos. El joven que no es un insensato está condenado a ser un adulto arrepentido, incluso el exceso de responsabilidad puede acarrear vivir una vejez desconectada con la realidad. No hay nada más bonito en esta vida que vivir el final de la juventud sabiendo que el ser un pícaro no puede prolongarse mucho más porque en caso de hacerlo uno corre el riesgo de acabar siendo un sinvergüenza.


Bien es verdad que esquivando las enredaderas del jardín que es mi ambiente social uno podría pensar que soy una maceta con un bonsai perfectamente cuidado, pero aquí no hemos venido a hablar de jardineros o del césped del vecino, esta reflexión es una punzante advertencia sobre un erróneo pensamiento que me ha acompañado durante estos últimos dos años.


Sobre el papel los becerros de oro y los ídolos de barro son ideas distintas, uno consiste en la creación y alabanza de un ídolo aparentemente grandioso pero ajeno a la realidad, mientras que el otro nace de aquel sueño del rey Nabucodonosor. El rey de Babilonia imaginó en sueños una estatua colosal. Según cuentan esta fastuosa estatua tenía la cabeza de oro, el torso de plata, la caderas de bronce, las piernas de hierro y los pies de barro cocido. Se erigía imponente, cada parte reflejaba la luz de una forma distinta hasta que una piedra se desprendió de la montaña más cercana y cayó rodando hacia la estatua, chocando contra los pies y provocando el colapso del monumento.


Creo que la idea del rey Nabuco no anda muy lejos del becerro de oro, precisamente es el error e inocencia humana lo que hacen que todo becerro de oro no deje de ser un ídolo de barro. Sí, claro que el becerro tiene la cabeza de oro rellena de todas las reliquias mal aprovechadas, pero un poco de perspectiva ayuda a comprobar que ese becerro antropomorfo no deja de ser un mero monumento con pies de barro. Una base frágil que se sustenta en el error inicial, creer que todo es digno de alabar. Creo que el ídolo de barro es un término más completo, cuyos matices se asemejan más con está reflexión.


En mi vida he erigido cientos de becerros de oro, he fundido innumerables materiales y sueños con el único objetivo de poder tener a qué mirar e incluso a qué rezar. He perseguido becerros que corrían por campos inexistentes, esculturas de un aparente oro brillante que una vez alcanzadas se deshacían como si fueran de chocolate. Decenas de figuras sustentadas sobre frágiles bases de humo e irreales concepciones que a medida que han ido pasando los años he podido aprender a identificar qué piedra fue la que derrumbó los pies de barro cocido.


A lo largo de mis veintitrés años de vida he alternado diversas obsesiones aparentemente irracionales pero que todas tenían algo en común. Sin entrar en la casuística de cada caso y centrándome en esta reflexión creo que mi vida se ha caracterizado por buscar la felicidad en los diferentes detalles que han acompañado cada una de mis obsesiones que se materializaban como ídolos a los que profesar lealtad.


Por poner en contexto al pobre lector que haya acabado en esta entrada de blog, esta reflexión surge en el kilómetro trece de mi última etapa del triatlón que corrí el pasado sábado. Triatlón al que por cierto me inscribí en noviembre de dos mil diecinueve cuya fecha original era el nueve de mayo de dos mil veinte. Poco puedo añadir que no sea lo imprevisible de la vida, tuvo que pararse el mundo para darme cuenta de lo mal preparado que estaba. Cinco aplazamientos después la fecha parecía definitiva, dieciséis de octubre de dos mil veintiuno, y aquí estamos, a día diecisiete del mismo mes, un día después de haber cruzado una línea de meta que se erigía como un ídolo de barro.


Después de nadar casi dos kilómetros, pedalear durante noventa y correr durante veintiún kilómetros crucé una línea de meta aupado por los cientos de personas que llenaban las gradas. Un escenario soñado y que sin duda pondría la piel de gallina a cualquiera o incluso a mí yo de hace escasos días quién soñaba con aquella meta. Un final que durante estos últimos dos años se había erigido como un grandísimo ídolo de barro. Un objetivo que había compartido tanto con mi familia y amigos que poco a poco se había empezado a convertir en un ídolo con varios creyentes.


Crucé la meta, sí, cumplí el objetivo, sí, pero el ídolo ya no está. Terminar aquel medio Ironman fue la piedra que dejó sin pies al imponente monumento. He buscado durante tanto tiempo la felicidad en un elemento externo e insignificante que ahora, cuando la felicidad está en mí, todo lo externo es absolutamente despreciable. Muchos me dicen que debería estar contento, y siendo sinceros no lo estoy, he fracasado con mi carrera soñada. Tal vez mi autoexigencia me prive de muchos matices, pero dejadme que os diga, que precisamente esa rabia es la que me hace disfrutar de todos los matices de una carrera que no me trajo la felicidad que esperaba.


Tal vez si hubiese carecido de la felicidad que llevo meses gozando habría sentido algo, pero al igual que otras tantas cosas los “y si” mejor dejarlos fuera. Creo que muchas de las personas con las que he hablado no han terminado de entender mi tristeza. No es una falta de felicidad, es una falta de alegría, no puedo estar alegre porque no he estado a la altura, he perdido contra mí mismo, y esa derrota duele. Sin embargo si que estoy feliz. La felicidad y la alegría son elementos que se confunden, y precisamente la búsqueda de la alegría pensando que es felicidad es lo que en tantísimas ocasiones ha erigido mis ídolos de barro,


Resulta irónico, porque el mejor matiz de la carrera fue a primera hora de la mañana. Delante de la bahía en la que debía nadar, rodeado de cientos de individuos que como yo iban a pelear contra sus demonios. De pie delante de un reto, sintiendo el frío de la arena en mis pies a escasos metros del mar. Arena que con perspectiva eran los restos de mi ídolo de barro, ídolo que murió a las seis de la mañana cuando me subí al coche con Pita y Patrick, muerte que no reconocí hasta que sostuve la medalla.





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